lunes, 11 de mayo de 2015

Sin tu nombre, yo...

El señor Novaro tenía 52 años, una esposa y dos hijas con quienes pasaba el tiempo en que no estaba en su trabajo. Un día apareció una carta de su mujer en donde de buenas a primeras le dice que no es su culpa, que por años fue muy feliz a su lado pero que ahora necesita un tiempo, reconocerse a sí misma y darse un respiro apartada. Le dice que estará bien, que tiene todo en orden y que la perdone por no tener el valor de decírselo de frente, en la mesa en donde por muchos años habían charlado y arreglado sus asuntos, con lágrimas al final o con tus besos al final. Novaro no se volvió loco porque bastante trabajo tuvo al ver furiosa todo el tiempo a la mayor de sus hijas, y al ver que la menor había enmudecido. En la cuarta sesión con el sicólogo le dijo que el shock postraumático le duraría meses pero que hasta ahora lo veía fuerte. Sin embargo, dijo, su enojo hacia su esposa era como un globo que se estaba inflando y que podía estallar en cualquier momento.
Pero Novaro no se sentía enojado. Se sentía profundamente triste.
Dejó de salir, se volvió melancólico y comenzó a aficionarse a los rompecabezas y a los aviones a escala. Excepto con el sicólogo, nunca hablaba de su esposa, ni siquiera con las hijas. Había momentos en que una frase era modificada de tal modo para no llamar a la ausente directamente. Les decía a sus hijas cosas como esta: “antes siempre guardaban la mayonesa en la alacena”, o “dejen esa ropa en la otra parte de mi clóset”.
Después de cinco años en los que envejeció diez, Novaro comenzó a tener olvidos. Su memoria se fue deteriorando primero muy poco y después llegó a confundir los nombres. Al mecánico le llamó Roberto, como un sobrino, al vecino a quien conocía desde hacía 20 años le llamó Manuel, como uno de sus hermanos, y a sus hijas les llamó como su esposa ausente. No sólo nombró así a sus hijas, sino que un día la señora Pola, quien ayudaba en la casa, se sorprendió de que a ella también la llamara como a la esposa. No dijo nada. En parte le enterneció y en parte se sintió incómoda al usurpar el nombre de la señora. Novaro dejó de trabajar y se pensionó. Su manía cundió y pronto todas las mujeres que conocía, desde una bebita hasta una mujer de 85 años, todas llevaban el mismo nombre. Con frecuencia de noche se estremecía en un sollozo, y de día su mayor serenidad era platicar con un ser imaginario mientras armaba un rompecabezas en la mesita de la sala. También decía, refiriéndose a su colección: “¿Viste el Airbus? Es el 380. Casi tan grande como el Antonov. Un día iremos en uno a Francia, vas a ver”.
Así pasaba sus días Novaro. Platicando solo.

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