jueves, 30 de abril de 2015

Un soltero reciclado


Necesito una niñera, carajo.

El domingo tocaron a la puerta. Abrí sobándome la cara porque estaba haciendo las cuentas del mandado. No la reconocí a la primera. Ella trataba de contener una risa de emoción que me pareció familiar, como esperando que la reconociera. Era Esther. Atrás de su pantalón de mezclilla un niño de unos seis años trataba de esconderse. Ella me saludó muy efusivamente con un abrazo y un beso en la mejilla.

No voy a contar ahora cómo conocí a Esther ni cómo fueron esos 18 meses que convivimos muy de cerca casi a diario. Diré mejor que es una mujer muy inteligente que me enseñó que a la larga es mejor perderla por sincero que ganarla por estafador. Me obligaba a chingadazos a mi orgullo a que buscara ese pedacito de sinceridad que tenía en el último cajón del clóset.

La quise y pienso que ella también me quiso mucho.

Realmente fue una sorpresa abrir la puerta. Me contó que recordaba la casa de las últimas veces que vino y que al pasar quiso ver si alguien sabía de mí.

Tres minutos más tarde mis hijos jugaban con Jonathan a las escondidas y Esther me contaba que luego de algunos años casada con un tipo de Chihuahua, su esposo se había ido con no sé qué teibolera y el resto la misma historia, pero que había metido abogado y que al fulano, palabras textuales de ella, se lo iba a cargar la chingada. Se lo creí todo. Dejé que terminara el episodio y le ofrecí un café. Cuando regresé con los cafés ella estaba de pie mirando de cerca unas fotos en la pared de la sala. Sus parados eran inconfundibles: todo el peso en una pierna, la cadera descuadrada y con una mano por detrás en el doblez que hacía su cintura. Tenía la otra mano en la barbilla y, como siempre que se ponía en esa posición, estaba pensando en decirme algo. Algo tramaba.

—¿Y tú esposa?
—Ya no la puedo llamar así...
—...Entiendo. Es duro a veces... ¿Entonces… andas soltero de nuevo?
—Digamos que… soltero reciclado—. Sonreí mientras ponía las tazas en la
mesa. Hasta ese momento no me acordé que andaba en chanclas. Ella también
sonrió. Pero no sé si de pena o de qué.
—¿Sabes cuál fue el mejor regalo que me hiciste?–, le pregunté más adelante.
—¡Nooo!, jajajajaja.
—¡No seas tonta! Tu mejor regalo fue Ensayo sobre la ceguera, de Saramago,
que le diste a mi hermana para que lo pusiera sobre mi almohada. Fue hace
mucho. Tú ni te has de acordar. Todavía lo tengo en mi librero.

—Claro que me acuerdo. Me gustó mucho esa novela. Te la regalé, vas a decir que qué mamona, pero para que te dieras cuenta que hay muchas más cosas de las que... puedes ver con los ojos. Dijo esto último con un tonito y una miradita que me recordó viejos tiempos.

Esther seguía siendo guapa. A sus 29 años todavía podían seguirla con la vista en la calle. Un grito de niño nos hizo brincar del asiento. Al primer gritote pensé que era Andrés, pero cuando nos fuimos al patio corriendo nos dimos cuenta que era Jonathan que se había tropezado. Nada de gravedad. Siguieron jugando con un memorama en la sala. Yo estaba pensando en los padre que se hallaron los tres niños cuando Esther me suelta de golpe:

—Estás enamorado.
—¿Perdón?
—Que estás enamorado.
—¿Me preguntas o me dices?
—Hazte, Gerardo, hazte.

No pude evitar poner cara de extrañeza, o de algo que yo quería que pareciera extrañeza.

—¿Por qué me preguntas eso?
—No, por nada, ... ta bien... te ves contento...

Pinche vieja, me dije.

—¿Pero de dónde sacas eso?
—Te conozco. Además, no me has coqueteado ni tantito, jajaja.

Me reí porque no supe qué decir. Entonces cambié de tema:

—Pensé que habías venido por lo del anuncio
—¿Qué anuncio?
—No nada, olvídalo. Me encuentras de pura fregadera. Nunca estoy a estas  
    horas.
—No: dime: qué anuncio.
—Uno en donde solicitaba una niñera.
—...aaah, porque no tienes tiempo para dedicarle a tu enamorada... —, su tono
   era burlón.
—Esther.
—... y me imagino que la ves muuuy poco...
—¡Esther!
—¿...cómo se llama...?


Pinche vieja, pensé. Le di un sorbo al café mirándola casi con odio. El café ya estaba frío y pensé que no quería escuchar más a esta mujer.

Se ve que le falta una manita, dijo mirando debajo de la mesa. El gusto de volver a verla se me estaba evaporando muy pronto. La paciencia también.

—Pues creo que nos podemos ayudar mutuamente. Dijo, con decisión.

No perdía esa seguridad. Creo que fue algo que siempre me gustó de ella. En un concierto que hubo en la escuela, se acercó al vocalista entre la bola después de la presentación sólo para decirle, estuvo bien chido, compa, tocas conmadre, me gustaría que fueran a una fiesta que estoy organizando... Y los músicos fueron a aquella fiesta.

—A ver...—, me froté la barbilla, en actitud que dime lo que me tengas que decir
   de una jodida vez.

—Estoy a punto de ganar la demanda de divorcio. El difunto aquel va a quedar
   en la calle, pero ni modo. Mientras, necesito un empleo que me permita cuidar    
   a Jonathan, al menos por dos o tres semanas que mi mamá estará fuera. Tú
   necesitas alguien que te levante este... mugrero... perdón pero creo que   
   podemos hacer algo. ¿cómo la ves, mi estimado? Dos semanas.

Déjame ver.

Seguimos platicando media hora más hasta que se levantó. Mis ojos la recorrieron de cuerpo entero en cámara lenta conforme se levantaba y se me enchinó el vello de la nuca. Exhalé simulando despabilarme, mientras recogía las tazas.

Al despedirnos le dije:

—¿Sabes qué Esther?, yo creo que no se hace.

Nos dimos un beso y se fue.
Llevaba a Jonatan de la mano.

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