jueves, 30 de abril de 2015

Juan es muy obvio




Tengo meses de conocer a A. (me prometí a mí mismo no revelar su nombre de pila a menos que suceda algo que quiero que suceda).


A veces he ido a visitarla. Siempre en plan de amigos. Pero hace como tres meses llegué –juro que pasaba cerca– en el momento en que estaba platicando con un tipo afuera de su casa. Mis sistemas de alarma encendieron la luz en amarillo-naranja (nivel 3).
Llego yo y el tipo saluda. Qué tal, yo soy Juan. Hola, soy Gerardo. Sonrisa de él. Media sonrisa mía. A. nos acaba de presentar y ahora me está ofreciendo un vaso de agua. No, gracias. A. vive sola. Es lo que se dice una mujer adulta. Estudió administración, pero le gustan las letras, siempre le gustaron. Ya me iba, sólo venía a decirte que ya terminé el libro que me prestaste. Muy buen libro, eh. No hay problema, dice ella. El tal Juan hace un momento estaba a 62 centímetros de ella. Ahora está a 46. La luz pasa a naranja (nivel 2). No quiero seguir viendo eso. Gracias A., nos vemos luego. ¿Ya te vas? Sí, es que tengo que revisarle la tarea al Inti, y se tienen que acostar temprano los niños.


Ella se adelanta.


Entonces sucede algo que no me imaginé que pasara.


Mucho gusto, Juan. Me despido. Ella da unos pasos conmigo. Pienso que me va a despedir. Nos detenemos. Frente a frente, ella me dice, con la voz más dulce que he oído en mi vida.


—Gracias por venir, Gerardo.


Y que me da un beso en la mejilla. Pero uno lento, cabrón. Uno con un chingo de cariño. Dulce el beso, así aquí, carajo. Despacito. Sucedió creo que en dos segundos. Incluso alcanzo a ver cómo sus ojos se van abriendo mientras se retira de mí, y un olor dulce cruza entre nosotros.
Siento ganas de quedarme para siempre en esa banqueta angostita afuera de su casa, al norte de la mía. Siento ganas de decirle que no hay de qué, que si por mí fuera me quedaría para siempre en esta banqueta angostita, pero que mi casa está muy al sur de la suya.
Pero no puedo decir nada.


—Juan es mi novio y él..., dice como justificación.


Eso fue lo último que escuché porque lo siguiente ya no lo escuché ni me interesó escucharlo. Me despedí en automático y no volví a saber absolutamente nada de A. durante 37 días hasta el día de ayer.


***


—¡Qué tonto eres! Me dice A. botadísima de la risa. Mientras nos comemos unas uvas en la barra de la cocina de su casa. En la televisión el Trife emitirá su fallo sobre las elecciones presidenciales. Pienso que hay algo turbio en todo este asunto. A ella no le interesan demasiado las elecciones, dice que por lo menos en este sexenio no hubo una baja fuerte en la economía. A mí ya no me importa convencerla de que hubo fraude, y que además el Presidente intervino en las campañas. No me importa mientras no deje de reír. Me gusta la risa de A. por franca. Hay mujeres que me parecen frívolas precisamente porque se la viven riendo sin motivo aparente. A. ríe y contagia. Y hace que la vida suene a sencilla, como beber un vaso de agua cuando tienes mucha sed.


—¡Qué!, ¡licenciada!, si usted dijo claramente que Juan era su novio.


A. no para de reír. Su risa, lo confieso, es una de las cosas que más me emboban en este mundo hediondo, como decía Rómulo Lozano. Por eso y porque no entiendo nada estoy inmóvil, sonriendo extrañado, viendo y escuchando cómo ríe A.


—Di-je-que-Juan-es-muy-o-bvio.


Dice con los labios en posición de un beso que nunca me ha dado.


A veces A. me hace sentir como un pendejo.


Carajo, creo que aquí debería empezar mi historia. Les contaré, pues:


La historia que voy a contarles comienza el día en que el Presidente violó la Constitución.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Te agradezco el tiempo que te tomas para dejar un comentario. Mi correo es yadivia@hotmail.com