martes, 23 de septiembre de 2014

La princesa de Guadalquivir


Para mis hermanos del Clan de Rovers scouts del grupo 14.


En un país lejano vivía una princesa muy hermosa. Era tan bella que la gente que la llegó a ver decía que era más hermosa que la misma reina. Esta princesa vivía encerrada en la torre más alta del castillo donde sólo había un espejo y miles de libros. Permanecía ahí un poco por voluntad propia y un poco forzada por sus dos hermanas menores, que si bien no eran tan bellas como ella, sí mostraban, ellas sí, mucho interés en su propio futuro.

La princesa tenía, como no se puede cansar de repetir, una belleza que incluso superaba a la de su madre en sus mejores años. Pero tenía otra característica que no se podía tampoco pasar por alto: era sorda de nacimiento. Por ello, sus hermanas la habían relegado de la vida social del castillo; por eso y porque siendo la mayor, era la sucesora natural al trono… cuando llegara el momento de casarse.

El señor rey había muerto hacía tres años en una batalla defendiendo el reino, el cual no se deshizo gracias a que gobernaba en conjunto con un Consejo de Caballeros, formado por 12 hombres virtuosos y valientes. Estos caballeros tomaban decisiones en conjunto y discutían, sin jerarquías ni dobleces, los destinos del reino. Ante una diferencia grave debatían hasta convencer, y si convencer no se podía, debatían en presencia de la reina, que otorgaba el voto de calidad a quien tuviera, según su intuición, la posición más sabia para el reino. Y su palabra era ley.
Un día la reina citó a los doce caballeros para decirles que su edad avanzada no le permitiría vivir durante mucho tiempo más, por lo que consideraba necesario elegir una nueva reina y un nuevo rey para el trono. Les dijo también que ella ya tenía una opinión al respecto, pero que quería escucharlos a ellos; por eso les dio tres días para que pensaran en ese paso tan importante para todos.

Los caballeros se reunieron en cuatro grupos de tres caballeros durante dos días, y al tercer día, desde las seis de la mañana hasta las tres de la tarde, se juntaron los doce para discutir la decisión. Luego tomaron un descanso para comer, y a las cuatro entraron al salón donde la reina y doscientos invitados los esperaban.

Le dijeron que deseaban que de entre ellos saliera el próximo rey, ya que ninguno había tomado a mujer por esposa, y además, le dijeron, todos estaban dispuestos a morir por su reino. La reina les contestó que no se trataba ahora de morir, que ya había padecido suficiente con la muerte de su esposo, y que pensaba que tendría que ser alguien no sólo valiente, sino también sano para que pudiera gobernar el reino por muchos años.

Los caballeros le dijeron entonces que propondrían de entre ellos a tres posibles sucesores, pero que el que saliera elegido, si les era permitido, tomaría por esposa y reina a una de sus hijas. La reina no aprobó le propuesta, pero tampoco la rechazó. Más bien les dijo que propusieran y luego ya se vería.

Los caballeros durante los 12 días siguientes compitieron en diversas disciplinas, desde lucha cuerpo a cuerpo, hasta torneos de ajedrez, pasando por una batalla en el campo de la oratoria y amplios conocimientos sobre agricultura y astronomía.

Los tres caballeros con la puntuación más alta recibieron honores públicos así como una cota de malla bordada en oro: uno de ellos sería el próximo rey.

Entonces la reina mandó llamar a sus dos hijas, porque a la mayor no la contaba pues estaba encerrada, mitad por voluntad propia, mitad por la envidia de sus hermanas, aunque la razón oficial fuera su sordera.

Entre la hija menor y uno de los 12 caballeros hubo algunas miradas, no unas miradas que se dan entre dos desconocidos, sino entre dos personas que ocultan un secreto. La hija menor se mordía el labio y apretaba nerviosamente los puños.

Cuando los 12 propusieron a los tres caballeros, la reina ya había elegido a uno de ellos. Y fue a éste a quien llamó al frente y le preguntó que a cuál de sus dos hijas deseaba por esposa.

A la más hermosa de cuantas mujeres han visto mis ojos, señora mía; a la mujer que defendería con mi vida su honor y el reino si fuera necesario ahora mismo; a la mujer por la que mi corazón sueña: a la princesa de la torre, señora mía— contestó con voz firme el caballero.

En ese momento la hija menor se desvaneció y la hija de en medio dio un grito que no se supo si fue de terror o de ira. En toda la sala hubo murmullos que resonaron como si vinieran de muy lejos.

La reina al escucharlo, hizo un movimiento alzando muy ligeramente el rostro, pero sin despegar la mirada del osado caballero, un gesto que parecía retar la insolencia del hombre crecido que se plantaba ante ella, ¿o era quizá un gesto de satisfacción?

La reina aún sin mirar ni siquiera a sus hijas, le preguntó al caballero:

¿Y… si yo te dijera que ella no es la elegida por mí?
Entonces obedecería, reina mía…

La sala se inundó de nuevo de murmullos. La reina movía la cabeza lentamente en un signo de aprobación.

—…Pero recuerde, señora —irrumpió el caballero imponiendo un silencio repentino— que un reino conducido con amor puede más que cien mil guerreros.

La reina mandó traer al día siguiente a su hija mayor, y también al caballero elegido. Los tres ante una mesa en el locutorio decidían el destino del reino entero. La reina le comunicó a su hija por medio de señales que el hombre frente a ella era la persona adecuada para casarse. A la hija se le ensombreció el rostro y su mirada se hizo triste como un pozo sin fondo. Pidió una pluma y escribió:

Haré lo que tú me pidas, madre, pero no estoy preparada para casarme.

El caballero, al leer el mensaje, se quedó inmóvil como una piedra. Hizo el ademán de hablar, pero recordó que la princesa no lo escucharía. Un escalofrío de tristeza le partió la espalda y se le atoró en la garganta. Había sentido menos tristeza cuando su madre murió de viruela.

El caballero se puso de pie y le dijo a la reina:

Señora mía, reina de nuestro amado reino: una lanza se puede doblar en el fuego, una muralla se puede escalar o derribar, pero un corazón como el de la princesa no es de hierro ni de roca. Cuando ella esté preparada yo estaré ahí.

Y el guerrero salió. Antes miró a la princesa con dulzura pero intensamente, y puso en sus manos la cota de malla que se había ganado. Se fue con la serenidad de quien está a un paso de una muerte digna.

El caballero pasó 39 días con sus noches frente a la torre de la princesa, quien lo veía con cautela de niña desde su ventana. Los aldeanos le llevaban comida al guerrero como si fuera un pedigüeño de los que aún quedaban algunos. En el día 40 cayó en fiebre y unos vecinos lo retiraron del lugar para lavarlo y tratar de sanarlo. Pero por la noche el caballero desapareció de su cama y al amanecer fueron a encontrarlo en el mismo lugar de donde lo habían retirado.

Pero no se recuperaba. Al contrario, la fiebre lo ponía a imaginar cosas que podrían haber pasado. En su delirio reía con los ojos cerrados y reía hasta que se quedaba verdaderamente dormido. Tres días más tarde, unos niños encontraron vacío el hueco donde permanecía, entonces uno de ellos dio un salto apuntando hacía la torre y vieron cómo el hombre trepaba sin más ayuda que sus manos temblorosas y sus pies entumidos.

Se dio la voz de alarma y el caballero fue ayudado a bajar entre peleas imaginarias y palabras que la princesa no habría entendido.

Fue puesto bajo custodia en una celda y atendido de sus fiebres físicas. Al día siguiente el caballero abrió los ojos con una iluminación que venía de lo alto para sanar sus otros dolores: era la más hermosa princesa que sus ojos hubieran visto, que en persona, quería saber por sí misma el destino de este caballero, que tenía ya dos meses de hacerle sombra a los perros de la vía.

La princesa le escribió en un papel que sí estaba dispuesta a casarse con él, pero que no estaba preparada aún.

Y el caballero la esperó.




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