La batalla en favor de aumentar el nivel de lectura es una lucha que
está condenada al fracaso pero no lo queremos aceptar. Es como una
persona que padece cáncer en su fase final pero por humanidad nos
empeñamos en aplazar. Esta es parte de la tesis que sostiene Daniel
Salinas Basave en su libro Réquiem por Gutenberg (ICBC, 2010), pero no
hace falta contratar a Mitofsky para que le pregunte a 50 mil personas
cuántos libros se lee por persona al año. Sabemos que son menos de dos.
Gabriel Zaid hace una anotación interesante. Observa que en la Encuesta
Nacional de Lectura muchos seguramente inflaron su respuesta, lo elevó
el promedio de manera artificial. Y concluye que, “muchos, aún queriendo
exagerar, no exageraron”.
Leer parece ser una de las actividades más anticuadas. Estoy seguro que
muchos no leerían ni aunque les pagaran. Leer no conduce a nada, parece
ser el supuesto.
Sin embargo, muchos proyectos gubernamentales se han puesto en marcha,
con mayor o menor éxito, para impulsar la lectura. La edición
Sep-Setentas, y El Correo del Libro a finales de hace tres décadas, las
librerías Educal, las ediciones gratuitas cada Día del Libro, los
Libroclubes primero en el DF (1997-2000) y luego en el ámbito federal
(2000-2003) con un éxito sobresaliente.
La batalla es una lucha perdida, el paciente está enfermo de muerte. Los
lectores, como si fueran los glóbulos rojos de una sangre cada vez más
rebajada, no son suficientes para que el vicio, el goce, la sana
costumbre de la lectura viva dentro de este organismo y le dé oxígeno a
una vida más creativa y más amplia.
Una mascarilla de oxígeno que a los asistentes al hospital nos da una
peregrina esperanza -pues la vida de este paciente se alargará algunos
meses más- lo representan varios esfuerzos: El programa federal de
lectura, el de Parabuses, es buena noticia en la sala de cuidados
intensivos. Estos espacios públicos con 365 libros cada uno, un libro
por día del año, están en todo el país. En Ensenada se abrieron uno en
La ventana al Mar, otro en el Parque Revolución y un tercero en San
Quintín. Estos módulos están abiertos.
Escribe Zaid: “El costo de leer se reduciría muchísimo si los autores y
los editores respetaran más el tiempo del lector. Si no se publicaran
los textos que tienen poco qué decir, o están mal escritos, o mal
editados. Los libros dignos de ser releídos y recomendados bajan
extraordinariamente el costo de leer, y más aún si se comparten, en la
familia, entre amigos y en las bibliotecas públicas”.
Por cierto, para los lectores digitales existe en Facebook desde hace
unas semanas la página Libros de Ensenada, sitio en que se promueve como
punto de intercambio, venta, reseña y promoción de libros.
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