viernes, 18 de junio de 2010

Robert Bly




Es un señor que me interesa. Me lo sugirió hace unos 15 años una sicóloga, Josefina Leroux, cuando le pregunté por algún autor que tratara temas de masculinidad. Busqué un poco y esto es parte de lo que encontré.
Robert Bly nació en el gabacho en 1926 y es poeta. En su momento se manifestó en contra de la guerra de Vietnam pero es más conocido por abordar un tema que con el tiempo se ha dado en llamar Nueva masculinidad.
En lugar de describir algo de lo que he encontrado de él, ofrezco aquí un texto testimonial con algo de su visión:

"En los setenta, empecé a detectar por todo el país un fenómeno que podríamos denominar el varón suave. Incluso hoy en día cuando hablo en público, más o menos la mitad de los varones jóvenes son del tipo suave. Se trata de gente encantadora y valiosa —me gustan—, y no quieren destruir la Tierra o dar comienzo a una guerra. Su forma de ser y su estilo de vida denotan una actitud amable hacia la vida.

Pero muchos de estos varones no son felices. Uno nota rápidamente que les falta energía. Preservan la vida, pero no la generan. Y lo irónico es que a menudo se les ve acompañados de mujeres fuertes que definitivamente irradian energía.

Nos encontramos ante un joven de fina sensibilidad, ecológicamente superior a su padre, partidario de la total armonía del universo y sin embargo con poca vitalidad que ofrecer.

La mujer fuerte o generadora de vida que se graduó en los sesenta, por decirlo así, o que heredó un espíritu más viejo, desempeñó un papel importante en la creación de este hombre preservador, que no generador, de vida.

Recuerdo una pegatina de los años sesenta en la que se leía: “LAS MUJERES DICEN SÍ A LOS HOMBRES QUE DICEN NO.” Sabemos que hacía falta tanto valor para resistirse al reclutamiento, ir a la cárcel o exiliarse al Canadá, como para aceptar el reclutamiento e ir a Vietnam. Pero las mujeres de hace veinte años decían claramente que preferían al varón más suave y receptivo.

De modo que el desarrollo del hombre se vio ligeramente afectado por esta preferencia. La virilidad no receptiva era equiparada a la violencia, mientras que la receptiva era premiada.

Algunas mujeres enérgicas, tanto entonces como ahora en los noventa, elegían y siguen eligiendo a hombres suaves como amantes y, tal vez, como hijos. La nueva distribución de energía «yang» entre las parejas no se dio accidentalmente. Los jóvenes, por diversas razones, querían mujeres más duras, y las mujeres empezaron a desear hombres más suaves. Durante un tiempo parecía un buen arreglo, pero ya lo hemos experimentado lo bastante como para saber que no funciona.

La primera noticia de la angustia de los hombres suaves la tuve al oírles contar sus historias durante las primeras reuniones de varones. En 1980, la comunidad lamaística de Nuevo México me pidió que diera una conferencia para un público exclusivamente masculino, la primera que organizaban, en la que participaron unos cuarenta varones. Cada día nos dedicábamos a un dios griego y a una antigua historia, y luego, por la tarde, nos reuníamos a conversar.

Cuando los más jóvenes hablaban, no era raro que se pusieran a llorar a los cinco minutos. Me asombró la cantidad de dolor y angustia de aquellos jóvenes.

Sus aflicciones se debían en parte al alejamiento de sus padres, que acusaban agudamente, pero otra parte se debía a problemas en sus matrimonios o relaciones de pareja. Habían aprendido a ser receptivos, pero la receptividad no era suficiente para sacar adelante sus matrimonios en tiempos de crisis. Toda relación necesita de vez en cuando cierta violencia: la necesitan tanto el hombre como la mujer. Pero, cuando surgía esta necesidad, el hombre solía quedarse corto. Su actitud era positiva, pero su relación y su vida requieren algo más.

El hombre “suave” era capaz de decir: “Sé lo que estás sufriendo y considero tu vida tan importante como la mía, y cuidaré de ti y te consolaré.” Pero no podía decir lo que quería, y mantener su postura. Resoluciones de ese tipo eran tema aparte. En La Odisea, Hermes le ordena a Odiseo que cuando se aproxime a Circe, que representa cierto tipo de energía matriarcal, levante o muestre su espada. En estas primeras sesiones, a muchos de los más jóvenes les costaba distinguir entre mostrar la espada y herir a alguien.

Un hombre, una especie de encarnación de ciertas actitudes espirituales de los sesenta, un hombre que había vivido en un árbol en las afueras de Santa Cruz durante un año, se descubrió incapaz de extender el brazo cuando sostenía una espada. Había aprendido tan bien a no lastimar a nadie, que no podía alzar el acero, ni siquiera para reflejar la luz del sol. Pero mostrar una espada no implica necesariamente pelear.

También puede sugerir una alegre firmeza. El viaje que muchos americanos han emprendido hacia la suavidad, hacia la “receptividad” o hacia “el desarrollo del lado femenino” ha sido un viaje enormemente valioso, pero aún queda mucho por recorrer.

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