miércoles, 10 de marzo de 2010

Sobre los encuentros con personas que te dejan algo

Me pongo donde hay, me siento frente a la persona dispuesta a hablar, dispuesta a compartir. Y eso a veces me sorprende. No que hable. Creo que todo el mundo quiere hablar y ser escuchado, me refiero a que la otra persona hable, muestre una parte de sí, y uno escuche con mucha atención, incluso en medio del tumulto, del barullo, de la prisa.

Todo está en ponerse ahí y querer escuchar con mucha atención. No había sido consciente de esa posibilidad. Ahora trato de escuchar. Pero no, no es sólo escuchar, sino poner toda tu atención, una atención absoluta. También me he fijado que me sucede de pronto, es decir, no estoy todo el día pensando en eso, en qué es lo que tengo que escuchar hoy, es quizá sólo estar un poco alerta y digamos, como sacarle una foto a esa plática. Después, más tarde, al día siguiente, me caerá el veinte de que ese encuentro tuvo algo.

El jueves pasado, por ejemplo, tomé un taxi al aeropuerto. Y para ahorrarme una lana, tomo primero uno hasta el puente de Apodaca y en el camino platico con el taxista. Luego le cuento que voy al aeropuerto y por lo general, ya bien metidos en la cotorreada, termina por llevarme a punta de taxímetro, y no de tarifa fija, que es carísima.

Pues el taxista del jueves, un tipo con cara de malandro, de esos de pocas palabras, me contó, claro, ya luego de hablar de otros temas, que en otro tiempo se dedicó a empacar droga, es decir, a compactarla con una prensa de cinco mil libras.

Me dijo que ya se había retirado de eso, y que ahora incluso le ofrecían jale. "Pero nel, ahora se trata de matar, andar armado, matar gente, nel". En todo su sentir había un código de ética, incluso en el trato con los militares.

En el trayecto hubo un congestionamiento, y la plática se alargó un poco más. Ahí me platicó de su pasado como judicial, de que tenía o tiene una tarjeta de residente gringo y de su paseo en avioneta por la selva de Chiapas. Hablaba con tanta sinceridad, con tanta naturalidad, que me pareció un buen hombre.

Hablamos de venta de coches, de que si un cártel ofrece la droga en una bolsita con un nudito en contraparte de tal otro, que usa bolsitas estilo zip lock.

Esos encuentros no se repiten todos los días.

Tampoco otro que por poco me hace llorar. Vino una señora. Sesentaicuatro años. Su marido la golpeaba desde el tercer día de casada. Con engaños le quita la casa y se divorcia con todas las argucias ventajosas para él.

Está demás decir que el esposo tiene más de 20 años con otra mujer. La señora sólo pide justicia, y que no le quiten la casa en la que vive. El señor la quiere dejar en la calle. Dice que cuando tiene cita en el juzgado, él la sigue, la amedrenta, la amenza. Eso que hace este señor me parece de lo más bajo que puede haber. La señora pide un vaso de agua que se lleva a la boca, y por poco se le derrama del temblor. Dice que tiene mala la quijada y muchos años ya con azúcar. Su poca educación actuó en su contra, y peor que eso, como ella lo amaba, todo le firmó, todo le creyó.

Sentí indignación, coraje. La señora frente a mí. Me aguantaba las ganas. Mi jefa, no mi mamá, pues, sino mi jefa del trabajo, en el mismo papel y a la vez en otro, me apuró para darle cauce al asunto. Ese día pensé en lo nefastos e impunes que podemos ser algunos hombres por el mero egoísmo.

Otro caso más. Éste el día de hoy. En la comida, luego de una junta en la oficina en la que no estuve, se quedaron a comer. Éramos cuatro en total, y uno de ellos, un tipo de 46 años que pertenece a un grupo de hombres que trabajan en contra de su propia violencia, se quedó en la sobremesa.

Contó que cuando estaba en cuarto de primaria tuvo un maestro que golpeaba a todo aquel que no cumplía con la tarea. El maestro tenía dos tipos de castigo. Preguntaba ¿volantín o columpio?, y bolas, que les daba con el cinto.

Pasaron mucho años. Y un día el alumno, corpulento, muy corpulento, se encuentra con su antiguo maestro en la calle. Se baja de su camioneta, se le acerca y le pregunta "¿volantín o columpio?", y órale, que le arrima una chinga a patadas al maestro.

Él y yo nos quedamos reflexionando un poco sobre la violencia, sobre lo que nos enseña nuestro padre, nuestra cultura.

Pienso que nadie cuestiona que como hombre, nuestros primeros deberes sean aprender a ser transgresores, anhelar ser alguien importante y rechazar todo lo relacionado con la debilidad, ah, y también practicar el deporte del alarde y la bravuconeada.

Después de platicar con este hombre, quien por cierto me recomendó un corto de 2o minutos que acabo de ver que se llama El circo de la mariposa, después de platicar con él, pienso que yo, muchos hombres, tenemos que desaprender muchas cosas y empezar a aprender otras.

Y el amor es un camino posible, sí, pero hay que reflexionar, creo, más sobre el empoderamiento y la salida que le damos a nuestros impulsos, como el enojo, la ira, nuestras ganas de coger, o las frustraciones que podamos tener.

En fin, este artículo era sobre los encuentros fortuitos, las pláticas sabrosas e inesperadas, en general, sobre el contacto con la gente que te deja algo, una reflexión, una experiencia, un cuadro, un sentimiento.

Iba a contar sobre mi plática con el licenciado Gavril Farkas, pero ya lo puse. Mejor a la otra subo una entrevista que le hice a mi hermana que también es una persona que me regala cosas muy bonitas. Ya les cuento.

2 comentarios:

  1. A veces es más interesante escuchar que decir algo por decir. Cuántas historias no se hilvanan a nuestro alrededor y las pasamos desapercibidas? Sólo hay que guardar silencio y escuchar :)

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  2. Sí, mi amor, es más chido escuchar. A veces las pepitas de oro no están a la vista, o no nos hacen sentido a la primera, sino hasta después. Te agradezco mucho tu comentario. Te quiero.

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