lunes, 16 de noviembre de 2009

La elección del punto de vista. Mi Tía Montse

Veo poco a la Tía Montse, pero quizá una de las más memorables fue la vez cuando la fui a ver al hospital. De eso han pasado unos cinco o seis años, no recuerdo bien; ah, sí, era a principios de diciembre porque ya estaba haciendo frío. Ella se estaba recuperando de la tercera operación en menos de dos meses. Cuando llegué estaba sola y apenas se estaba recuperando del todo de la anestesia. Al verme se le iluminó el rostro y sonrió mucho, creo que rió un poquito de franco gusto. Yo le entregué unas flores que le llevaba y eso pareció darle más gusto. Me dijo que ya estaba bien, que lo más seguro es que saliera al día siguiente.
En esa época la visitaba más o menos una vez al mes. Me recibía en su casa siempre con la misma pregunta: "¿Ya comiste, Negro?", yo me quedaba a comer o cenar y a platicar de todo y de nada. "Fui al doctor a mi chequeo, y me dijo que estaba bien", me decía. Yo le contaba de mis hijos y de mi trabajo, de mis cosas.
Por aquel tiempo mi novia de ese entonces y yo teníamos planes de vivir juntos. Yo estaba muy entusiasmado y así se lo había dicho. Lo último que le había contado es que estábamos buscando una casa. Mi novia vivía en otra ciudad y se iba a venir a Monterrey. Yo tenía un viaje planeado para afinar los detalles.
Pero el viaje nunca se realizó.
Una mañana de domingo mi novia me llamó para cortarme. Dijo que lo había pensado bien y que lo hacía por su bien. No me dio más explicaciones y ante eso tampoco había mucho qué agregar. Le agradecí todo lo feliz que fui y le desee que le fuera muy bien. En cinco minutos todo había terminado y yo me quedé hundido en una sensación de azoro e irrealidad que me dejó como zombi por un buen tiempo.
Durante todo un mes me sumí en la lectura desaforada y febril de los libros pendientes. Eso me tranquilizó e incluso encontré algunos buenos y concretos asideros a ese luto imposible. A los pocos días de la llamada sucedió mi visita a la Tía Montse. Vamos, no es mi tía, pero le digo así por el invisible lazo que nos une.
Ahora estoy en el hospital viéndola postrada y pálida. Pero también optimista, como siempre. Luego de los comentarios de rigor sobre la salud y el trato de los doctores, me preguntó casualmente: "¿Ya mero te vas, verdad?". Creo que no fue por apoyarla sino por mero instinto que le tomé su mano sobre la cama. Y la apreté. Creo que quise sonreír pero me habrá salido una mueca dolorosa y sombría. "¡Ay, Negro!", me dijo en un lamento. Y en su cara vi mi propio dolor. Le dije que el viaje se había cancelado, y la verdad no había más que decir que no entendiera ya con eso. Todo la historia estaba dicha. Al verla sentí como si yo fuera el que estuviera convalenciente y ella la persona joven, sana y de pie que estaba enfrente.
Ella sonrió compasiva pero guardó silencio. El silencio es lo único que veían los minutos que pasaban lentos en un cuarto de hospital en donde yo deseaba estar anestesiado por una semana entera.
Ya para despedirme, le di un beso y me dijo algo que se me quedó grabado:"Y recuerda siempre saber perdonar, saber soltar... y saber bailar". Jajajajaja, y ambos nos reímos. Y con esa risa se desprendió un globo de mis dedos que salió por la ventana y se elevó por los aires y se fue volando lejos, muy lejos.
De mi novia aquella supe que se casó a los dos meses y formó una familia. La vida había dado un giro y entendí que hay un momento para cada cosa. Y ese no era mi momento, mi minuto.
Mi Tía se recuperó y la admiré aún más por su serie de visitas al quirófano y la paz que mantuvo su espíritu bien templado. Ahora da terapias gratuitas y dos veces a la semana se va a bailar con sus amistades.
Pues ayer cumplió años y la fui a visitar para felicitarla. Tocó también que mi espíritu estaba inquieto. Me dijo que acacaba de llegar de una fiesta donde le pusieron algunas canciones que le gustan mucho. "¿Has escuchado Madrigal?", me pregunta sonriente. Yo le contesto con un no. "¡¡¡Uuuuy, muy linda canción!!!", y espero que la empiece a entonar, pero se va a la cocina. "¿Ya comiste, Negro?", y antes que le diga que no pero que no tengo hambre, me dice que en la mañana le habló su hijo que vive en el otro lado y que dijo que vendría para Navidad. Luego se sienta en su sillón favorito mientras ve la tele. Es como si me ignorara sin ignorarme. Pero la veo muy entretenida en lo suyo. "Te quería contar algo, Tía", y unos momentos despúes empiezo con mi relato. Le doy antecedentes con privadas, callejones y avenidas, silueteando mis fantasmas, alegrías y deseos. Le digo de qué forma pienso que la estoy cagando y que en pocas palabras voy por el camino equivocado y ya no quiero estarlo pero que de alguna manera tengo que retroceder. Pasan unos 40 minutos en los que me mira en silencio. Cuando después de todo ese enredijo yo solo llego a lo que parece todo el meollo del asunto, una cosa que suena hoy a muy simple, ella se ríe y eso me para en seco. ¡¡¡Le estoy contando el drama de mi vida y a ella le da risa!!! La neta me saca mucho de onda. Pero no me da enojo ni coraje ni nada.
Al contrario, en un instante me escucho toda la sarta de chingaderas que acabo de decir que yo no supe de dónde me salieron. Pero ella me mira de una forma bondadosa, sonriente, compasiva. Sin juicio ni burla. Sólo sonríe como si estuviera diciendo algo chistoso. A mí también me da por sonreír. "Acuérdate que todo pasa", me dice. Y me da risa de lo simple.
En eso se levanta de nuevo a la cocina y yo siento que todo ya pasó y es en realidad más simple. Faltaba cambiar el punto de vista, me digo. Soltar el globo. Ayer regresé a casa viendo todo más simple, pero el cierre me lo dio hoy mi hijo Ernesto.
***
Estábamos almorzando unos ricos tacos en tortilla de harina que ellos ayudaron a palotear. Después de limpiar la mesa de toda la harina regada devoramos los tacos con muy poca discreción.
En eso el Inti me pregunta que cuánta distancia se puede ver hacia el mar. Es decir, qué distancia hay desde la orilla hasta donde alcanza la mirada. Me quedo pensando un momento y le digo que unos 100 kilómetros, más o menos.
Le comento que cada vez que voy Tijuana, estoy atento al cruzar el Mar de Cortés. Me gusta mucho ese paso porque por más que busco no alcanzo a ver las dos orillas al mismo tiempo. Le digo al Inti que si a diez mil metros no se ve una orilla de la otra, mucho menos se podrá ver parado en una de las costas, y por lo poco que sé, el ancho del Mar de Cortés anda en algunas partes en los 200 kilómetros. Sin embargo, lo que sí es un hecho es que dura aproximadamente 15 minutos el panorama; además del acto mismo de volar, es de lo más asombroso del trayecto.
¿Cómo es que en un lapso de 15 minutos se puede ver la otra orilla, algo imposible desde una de las costas?¿es más hermoso recorrerlo en avión que quedarse en una de las playas imaginando que allá, lejos, debe haber otra costa como nos lo dicen los mapas? ¿antes del uso de los aviones, habría sido posible imaginar ver ambas orillas en menos de una hora? en pocas palabras, ¿qué es lo que hace tan distinta la percepción del mismo par de objetos que ahí han estado desde antes?
La respuesta es el punto de vista. O dicho de mejor manera: la elección del punto de vista. Aquí comprendo lo que dice la Tía Monse, esa que pudo morir hace años en el quirófano, en cuanto a saber soltar, saber desprenderse, porque soltar es elegir cambiar el punto de vista, dejar correr, dejarse correr.
***
Acabo de leer este poema que me gustó mucho:

Vengo, mas no sé de dónde.
Soy, mas no sé quién.
Moriré, mas no sé cuándo.
Camino, mas no sé hacia dónde.
Me sorprende que esté contento y ría.

***
En cuanto a las recomendaciones de mí Tía, creo que estoy aprendiendo a soltar, porque en cuanto a bailar se refiere, para eso me apunto solo.

***
Sin duda mi Tía ha andado buceando en sitios más hondos que el Mar de Cortés. Ha buceado en el corazón: Ahorita me acaba de llamar para invitarme a una de sus reuniones. "...Y como hoy es festivo...", dice como si sus reuniones necesitaran justificación.
Si mi mamá acepta quedarse con los niños hoy, me cae que me lanzo un rato.

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